'¡Resucítame, Señor!', por el P. Enrique Mora



¡Resucítame, Señor! ¡Resucítame!

Porque me es muy difícil comprender, muchas veces, Señor, que solo a través de la cruz, de la entrega, del amor entregado, con todas las renuncias que conlleva, se alcanza la luz, la salvación y la felicidad completa…

La entrega nos cuesta tanto… Amar nos da tanto miedo… Pues tenemos las alas de la fe tan cortas, a veces, para aguantar la noche y la piedra del sepulcro…

Y ahí estamos:

Nos cuesta cultivar la amistad.

Nos cuesta mimar y custodiar el matrimonio.

Nos cuesta tener hijos.

Nos cuesta cuidar a los ancianos y enfermos.

Y en nuestra enfermedad de miedo por falta de fe, de encerramiento en uno mismo sin aguante en nada, nos trae nuestra propia penitencia: la soledad metafísica, el sinsentido, el devoro del deseo desbordado, la incapacidad de crear vínculos sólidos, el vértigo de las pasiones desbocadas…

¡Resucítame, Señor! ¡Resucítame!

Pues las fascinaciones del pecado, aún muchas veces sin darme cuenta, me envuelven en una deleitosa apariencia de libertad sin límites, llevándome a un caos de desarmonía y con ello de camuflada muerte. ¡Resucítame!

Porque el sepulcro, la otra cara de la entrega, la dura oscuridad del aparente fracaso de nuestro trabajo en tu viña nos asfixia y derrota. ¡Resucítame!

Porque la persecución, la incomprensión y el rechazo se convierten en tres ardientes clavos que nos paralizan y nos impiden volar y perseverar porque frágil es nuestra débil fe. ¡Resucítame!

¡Resucítame en el último día, Señor! Pero resucítame hoy ya con renovadas energías que me empujen a la esperanza para tener fuerzas en esta triple lucha en la que se encuentra mi libertad, mi corazón, mi aliento y mi alma:

La lucha conmigo mismo para no decaer en los santos principios de vida para vivir en tu voluntad.

La lucha en la batalla interna en nuestra Iglesia y así tener las fuerzas para ofrecer, ofrecer y sembrar aún sin esperar ningún éxito y no vivir en celo amargo y triste.

La lucha con el mundo, contra el príncipe de este mundo, al que tú le estorbas, Señor, para que venga tu Reino.

Madre querida mía de la Merced, ¿cómo lo has hecho tú? ¿Cómo es eso de esperar sin desesperar en tanta derrota? ¿Cómo vivir con lágrimas esperanzadas sin caer en el dramatismo y en la desesperanza? ¿Cómo mantener la fe con tanta dulzura, con tanta vida y con tanta entrega?

¡Enséñame, mi amada! ¡Enséñame, Madre mía, sí, ahora, a vivir de las Santas Llagas y volar esperanzado, sin miedo, aunque con lágrimas, contigo de la mano y con él, que anduvo en el mar!

Amén.